domingo, 24 de junio de 2012

Al final, siempre gana el Diablo


Estaba yo perdiendo el día en ver correr las nubes de humo que salen de los pulmones prematuramente adictos a la nicotina. Ahí, parado en los pasillos de la incomodidad y del abandono. Donde lo único que vale es el prestigio, el acomodo en los rankings de popularidad. Donde arden las entrepiernas masculinas y femeninas por igual con la diferencia de que las segundas no se abultan bajo el pantalón. Donde una cara bonita todo lo puede. Donde los negocios se tornan el centro de la existencia.

Perdía el tiempo. Ese tiempo que duele pero que a veces es bueno. Lo digo porque lo descubrí mientras se detuvo, me miró y me dijo:

 — Mira

Al voltear la descubrí apartándose el cabello de los ojos y sonriendo alegremente. Era ella, la diosa, la que nadie toca porque hasta miedo causa su belleza. Y que casualmente  lleva  por nombre, Gloria.

Quise tenerla como se tiene la vida. Pero ¿para qué la vida sin ella? Dije al tiempo:

— Detente ahora —y accedió. Se quedó como yo; contemplándola, con el alma saltándole por el pecho como queriendo tocar el brillo de sus ojos. Giró la cara hacia el cielo y le gritó a Dios que erró al haberla sembrado en el mundo, que fue una falla garrafal no haber concluido su perfección con un par de alas. Al momento Dios bajó. 

— Dámela, Señor —le dije al verlo. 

Me clavó su mirada con coraje y dijo al tiempo con su infinita vanidad:

— Tú, semejante insolente, ¿crees que eres el dueño del mundo? ¿Crees que eres su esclavo? ¿O peor aún, su amigo? Fui yo quien te creó, fui yo quien la creó a ella — y mirándome nuevamente a mí— Fui yo quien te creó a ti también. ¿Cómo puedes pedirme que los una? ¡No fueron hechos para estar juntos!

— Señor, es que yo la amo —repliqué

— ¿Y qué mérito llevas en amarla a ella, si ya mostrado está cómo la amé yo? ¿Es que no lo comprendes al mirar cuán  perfecta la hice? ¿Por qué no amas al resto? a las que vienen con ella, a las otras que andan por ahí o por allá. Pero ámalas como yo te he mandado. No como a ésta, que ni la amas, ni la quieres. Sólo la deseas.
Rompí en llanto después de oírlo. 

— Eres un injusto —le dijo el tiempo— y cada vez te excedes más. 

— Tú concrétate en entregarme almas. Ese es el único trabajo que te encomendé. Tus minutos y segundos tienen una misión, no desperdicies lo que te queda de existencia.

Miré a Gloria detenida en su sonrisa, con sus labios carnosos, repletos de amor y miel. 

En un acto cruel, Dios posó su mano sobre mi cabeza, envió una proyección a mi cerebro. Un par de alas brotaron de la espalda de aquella chica. Estaba desnuda, vi su piel que poseía la frescura de la más pura juventud. Tenía una aureola sobre la cabeza, salía luz de su cuerpo.

 

Vi sus mejillas ruborizadas, las venas latentes de su cuello. Sus senos perfectos. Lloré nuevamente al percibir su aroma. Caí de rodillas y descubrí lo que terminó por volverme loco. La rosada pulpa de su entrepierna, delicada y palpitante ¡completamente intacta! Lloré como niño al escuchar decir al viejo:

— ¿Lo ves? ¡Es mía! La hice perfecta. No la cree para los mortales, ni mortal es ella. Está llamada a la santidad y estará siempre conmigo en el cielo, nuestro reino.

En un arranque de ira, el tiempo gritó:

— Pues veamos qué tan tuya es y ¡qué tanto poder tienes sobre mí!   

Sopló el viento, mil remolinos corrieron alrededor nuestro. Fui arrojado al suelo y cubriéndome los ojos con los brazos pude ver cómo la figura de Gloria se consumía. Primero su piel se arrugaba y comenzaba a sobrar en todos lados de su cuerpo. Luego hicieron falta dientes en su sonrisa hasta que quedaron huecos negros en su boca y en el lugar que antes habían ocupado sus ojos. Era una visión espantosa. Se le cayó el cabello y el labio inferior se desprendió de su cara. Ya sólo era una calavera sobre un lóbrego cuerpo gris cenizo.

Volteé a ver a Dios que ya era transparente, casi invisible. De repente agitó los brazos y el viento golpeó con fuerza mayor, esta vez en sentido contrario. La figura del Señor se volvió nuevamente tangible. Vi a Gloria con la hermosura de antes pero ahora un rosario de oro colgaba entre sus senos. Me cubrí los oídos para no escuchar la ardiente discusión entre el tiempo y Dios. Éste último decidió poner fin a la disputa llevándose en ese instante a la chica. Pero grité:

  — ¡Si tú no puedes, entonces que venga el Diablo!

Al terminar de pronunciar esa frase, sentí que perdí el aire y una serpiente se desprendió de mi pecho,  se deslizó sobre la tierra hasta perderse bajo los arbustos mientras sonaba una potente carcajada en el aire. Dios cerró los ojos y la oscuridad cayó de inmediato.

Tuve a Gloria aquella noche y muchas otras. Pero mi alma… mi alma, ¿Dónde habrá quedado?  


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