Y bueno, no había entradas para
el cine, ni invitaciones de ir a la cama juntos. No bebimos vino tinto en
lindas copas, ni nos besamos, luego, como locos. Sólo había una cerveza y
cuatro tazas de café —tres para mí y una para ella—,
tres chocolates y un obsequio de inmortalidad.
Había tres manos juntas y dos
labios que besaban a la más delicada de ellas, había música de la que suena en
todo sitio que pretende tener un buen
ambiente.
¡Había miradas!… dulces miradas.
Había noche en sus ojos, había
dentro de ellos todo un universo y a mí me sobraban las ganas de explorarlo. Había noche por
tocar en su cabello, había ansias de enredarme en él hasta olvidarme para
siempre de la luz. Había fuego de noche en sus labios y ardía la apetencia en
mí de morderlo. Había noche en su piel, era un lienzo transparente; el más
precioso para pintar figuras —aun más oscuras—
con la ceniza que sería mi cuerpo de haber alcanzado sus labios. Había deseo de
entrar en ella, había anhelo de fundirme
con la noche.
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